Palabras claves

Arquitectura – Medioambiente – Innovación

Hace diez años participé de los 25 años de la FADU de la UNL con una conferencia que llamaba a una mayor racionalidad ambiental. Ahora estamos en peores condiciones que 10 años atrás, con menos tiempo para cambiar el rumbo que conduce a la catástrofe ambiental. Necesitamos innovación en todos los campos de la tecnología, la producción, la arquitectura y el urbanismo. Pero una innovación muy distinta a la que comandó la era de la máquina.

En los 35 años de la Facultad de Arquitectura de la UNL

La mística incuestionable del progreso comandó todos los espectros ideológicos de los siglos anteriores. Del liberalismo al marxismo, el futuro se planteaba siempre como una esperanza en constante ampliación expansiva. La historia no podía concebirse sino como una evolución, es cierto, con tropiezos y retrocesos, pero cuya mecánica teleológica la conduciría siempre hacia un futuro mejor. La promesa de un destino, de una redención final ya estaba en los relatos religiosos, pero los dos últimos siglos, dominados por la técnica y el creciente éxito de la máquina, puso al alcance de la mano y demostró a simple vista el milagro de la productividad de una sociedad que ya no pudo dudar de la legitimidad de la razón técnica. La escasez crónica era triunfalmente abatida por la tecnología aplicada a la industria.

En esa razón suprema, la tecnología estuvo regida por la innovación, la constante superación de los precedentes, en una idea de perfeccionamiento que nos impulsó siempre hacia el futuro. Contra el calor insoportable de las fundiciones, el sufrimiento de los mineros bajo tierra, los paisajes destruidos o los basurales gigantescos, siempre se alzó la promesa del progreso, la productividad de la nación, un crecimiento que se percibió indefinido.

Una productividad maníaca dominó el capitalismo tanto como el socialismo real, que como nos ha hecho saber Eric Hobsbawm, no dudaron en sacrificar al hombre común y al medio ambiente en el altar de la productividad y el progreso tecnológico.

El siglo XX terminó, sin embargo, con la comprobación de que el milagro del industrialismo había alcanzado un límite. Que la continua expansión de la industria y la productividad humana ya no tienen, como habíamos creído, un campo de expansión ilimitado, sino que la propia estabilidad del planeta ha sido perturbada por el avance descontrolado de la actividad humana. Sabemos ahora que el progreso es posible, pero no indefectible. Que la posibilidad de un fin sin redención también es posible, un final como simple extinción. De hecho, ese ha sido el destino de miles y miles de especies gradualmente desaparecidas por la actividad humana y su continua expansión y depredación territorial.

El calentamiento global ya no podrá detenerse. Los límites fatídicos anunciados han pasado de 1,5 a 2 grados sobre la media preindustrial. No habiendo sido capaces de cumplir con ninguno de los compromisos ambientales contraídos, queda ahora solo una década para evitar una catástrofe ambiental todavía mayor. Eso exigirá cambios de orden estructural: en la generación y el consumo de energía, en el funcionamiento de las ciudades, en los procesos productivos, en el estilo de consumo, en el reciclaje de los residuos. Pero sobre todo, en las propias nociones de progreso e innovación.

Para que eso sea posible, el progreso no consistirá solamente en una expansión de los mercados, un aumento de la actividad económica, una maximización de la productividad y el consumo, sino más bien en algo de signo contrario, lo cual solo será posible cambiando nuestras mentes, nuestra percepción del éxito y nuestros sistemas de premios.

Progresar no significa, ahora, necesariamente más. En muchos casos significa menos. Menor consumo energético, por ejemplo. Mayor durabilidad de los productos, pero, entonces, menor consumo y renovación de los bienes de uso.

La innovación, por lo tanto, no será suficiente. Deberemos pensar qué tipo de innovación necesitamos para revertir el curso de los acontecimientos. Ya no se tratará de cualquier innovación, sino de una innovación inteligente, útil al largo plazo y al interés común del rebaño planetario. La innovación no estará entonces impulsada por la mayor cantidad sino por la mayor calidad y precisión.

Los bienes descartables y la obsolescencia programada fueron una necesidad de la sobreproducción de la máquina y la continua necesidad de expansión del sistema. La innovación no consistirá ya en multiplicar las necesidades, sino en ordenarlas, categorizarlas y organizarlas. ¿Cuántos litros de agua necesitás para lavar los platos? ¿Cuántos litros de nafta para los desplazamientos diarios? ¿Cuántos kilovatios para alimentar la calefacción o el aire acondicionado? ¿Cuántos kilos de basura son aceptables que produzca un hogar?

Aunque pueda parecer extremo, la respuesta a cada una de estas cuatro preguntas debiera ser la misma: ninguno. Una sociedad de bajo carbono deberá cambiar muchas cosas, tecnologías, pero también costumbres y conductas. La casa para un futuro viable tendrá que ser una que produzca su propia energía, recoja su propia agua y cuya eficiencia térmica y ambiental no le exija mayores refuerzos energéticos.

De modo que la innovación deberá ahora estar comandada por otros valores y objetivos. No será ya el crecimiento del sistema sino su equilibrio.

Ese concepto de innovación inteligente está aún por escribirse, pero me vienen a la mente algunas ideas que ya han sido mencionadas antes: la casa autosuficiente, las huertas urbanas, los cultivos comunitarios, reusar, reciclar. Tal como William Mitchell había sugerido en el libro e−topía, un mundo digitalizado e informatizado podría administrar mejor las necesidades, los suministros y el momento preciso en que son necesarios. Baste decir que la comida que se desperdicia en el mundo sería suficiente para paliar el hambre que padece una sexta parte de la humanidad.

La innovación inteligente no supone solamente un cambio en la tecnología de los productos, en los procesos y en la movilidad, también en las conductas. Nuestra interacción con los ciclos naturales de los vegetales y animales deberá ser objeto de innovación inteligente si queremos restablecer el equilibrio entre los gérmenes y nuestra capacidad de combatirlos. Los antibióticos, suministrados en forma masiva para posibilitar la cría animal intensiva y concentrada desde la ganadería a la piscicultura, están perdiendo su efectividad debido a la creciente resistencia antimicrobiana conocida como RAM.

Hemos cambiado el mundo, en gran medida, gracias a nuestros planes, pero, en mucha mayor medida y sin que lo hubiéramos advertido, lo hemos cambiado involuntariamente. No fuimos capaces de prever los efectos inconvenientes de nuestra continua expansión.

Jean Baudrillard utilizó una despiadada oposición en su libro póstumo La Agonía del Poder: «Marx: (…) “interpretar el mundo no es suficiente, ahora debe ser transformado”. Contra Marx: transformar el mundo no es suficiente, cambiará de todos modos. La cuestión hoy es interpretar esa transformación para que el mundo no cambie sin nosotros».[1]

Hace diez años participé de los 25 años de la FADU de la UNL con una conferencia centrada en el número 25 haciendo un llamado a una mayor racionalidad ambiental, lo cual muchos otros también hicieron, pero que no ha sido escuchado. Ahora estamos en peores condiciones que 10 años atrás, con menos tiempo para cambiar el rumbo que nos lleva a la catástrofe ambiental.

Está claro que debemos cambiar de rumbo. Innovar. Sí, pero no de la forma en que estábamos acostumbrados. No con los mismos valores y objetivos que tuvimos en estos dos últimos siglos.

Referencias bibliográficas

Mitchell, William. E−topía: «vida urbana Jim, pero no la que nosotros conocemos». Barcelona: Gustavo Gili, 2000.

Notas 

[1] Traducción libre de: Baudrillard, Jean. The Agony of Power. Los Ángeles: Semiotext(e), 2010.

Cómo citar

Diez, Fernando. «Innovación, pero no la que estamos acostumbrados». Polis, n° 18 (2020). https://www.fadu.unl.edu.ar/polis

Fernando Diez

Arquitecto por la Universidad de Belgrano y Doctor en Arquitectura por la Universidad Federal de Rio Grande do Sul, Brasil. Desde 1978 se ha desempeñado en la docencia y la investigación en las universidades de Belgrano y de Buenos Aires y actualmente en la Universidad de Palermo. Profesor del área de posgrado en universidades del país y del extranjero. Es Director Editorial de la revista Summa+ desde 1994, autor, entre otros libros, de Buenos Aires, Constantes en las Transformaciones Urbanas, Editorial de Belgrano, 1997, un estudio tipológico de los procesos de transformación urbana reuniendo arquitectura culta y arquitectura popular en una matriz unificada de estudio; Crisis de autenticidad, Summa+ 2008, un análisis de los cambios en los modos de producción y validación de la arquitectura y sus fuentes de significado al fin del siglo XX; Agenda Pendiente, Universidad de Palermo, 2013; una revisión de la agenda ambiental del siglo XXI, traducido al inglés como Unsettling Agenda, Texas University at Austin, 2016. Es Académico de número de la Academia Argentina de Ciencias del Ambiente, de la Academia Nacional de Bellas Artes y de la Academia de Arquitectura y Urbanismo.