De la pandemia de COVID-19 se dice de todo y mucho. Parece inevitable que así sea porque por un lado, esta emergencia sanitaria repercute en todos los ámbitos afectando las prácticas y las decisiones de cada día. En lo público, en lo privado e incluso en lo íntimo todo se ve afectado por la pandemia y esto hace que sea difícil hablar de otra cosa. Pero no ocurre solo con los aspectos prácticos, también están involucrados miedos, ansiedades, aburrimientos. Por otro lado, todo esto ocurre en épocas de comunicación digital. Resultado: infinidad de discursos circulan y conforman el mar de desinformación en el que a veces naufragan los mensajes que efectivamente pueden aportar a la gestión de la emergencia.

“En un momento extremo, con graves consecuencias por la ocurrencia de un gran evento, la comunicación juega un papel fundamental para salvar vidas, restituir el orden y contribuir a la solidaridad de una comunidad”, afirma Gloria Brastchi en "Guía para la comunicación en la gestión del riesgo de desastres". Bratschi es licenciada en Comunicación Social, especialista en prevención, planificación y manejo integrado de áreas propensas a desastres.

En términos de la Estrategia Internacional para la Reducción de Desastres de las Naciones Unidas (UNISDR), podemos pensar al virus SARs-CoV-2 como una amenaza, es decir, “un fenómeno, sustancia, actividad humana o condición peligrosa que pueden ocasionar la muerte, lesiones u otros impactos a la salud, al igual que daños a la propiedad, la pérdida de medios de sustento y de servicios, trastornos sociales y económicos, o daños ambientales”. Pero el riesgo no depende solo de la amenaza sino también de la vulnerabilidad de la comunidad y de los mecanismos de resiliencia que disponga. En esta ecuación es la comunicación las que nos permite conocer la amenaza pero, fundamentalmente, la que puede colaborar para que se adopten las medidas y los comportamientos que reducen la vulnerabilidad.

“Los medios de difusión tienen un rol importantísimo antes, durante y después de la ocurrencia de alguna emergencia o desastre. Además de informantes y formadores de opinión, pueden ser divulgadores de medidas preventivas, acompañantes oportunos y estratégicos de los procesos de atención y/o manejo de eventos y también colaboradores solidarios en la recuperación y rehabilitación de la comunidad”, destaca Bratschi en la guía.

Lo paradójico es que la comunicación también puede volver más vulnerable a la comunidad. “Para que sea una fortaleza, la comunicación, en este y en cualquier otro escenario de riesgo, tiene que estar concentrada. Esto permite a la ciudadanía conocer y cumplir las indicaciones sanitarias. Sin embargo, hoy estamos inmersos en una comunicación fragmentada”, analizó Bratschi.

“En tiempos de crisis tiene que haber un solo canal oficial de distribución de los contenidos; hoy el desafío es grande porque hay que trabajar de manera integrada con las redes sociales”, subrayó. En efecto, la comunicación en el marco de la gestión del riesgo está obligada a repensarse en tiempos de comunicación digital.

Enredados

Una de las características que distingue a esta pandemia de otras que ya ocurrieron es que sucede en tiempos de comunicación digital y de fake news. La cantidad de contenidos que circulan de manera digital es inimaginable. Allí las fuentes confiables conviven con una infinidad de otras que, independientemente de con qué intención se hayan generado, aportan al ruido y la confusión.

“Sin duda la desinformación sobre una enfermedad ayuda a propagarla, en mayor o menor medida, según cada caso”, señala Guadalupe Nogués, doctora en Biología abocada a la comunicación y educación y autora de “Pensar con otros”, editado por El Gato y la Caja. “Los mitos acerca de las vacunas hacen que muchas personas decidan no vacunarse, a pensar de que haya disponibilidad de vacunas. Y con cualquier enfermedad infectocontagiosa, por ejemplo, los consejos equivocados acerca de cómo prevenirla o tratarla no solo pueden no ser efectivos, sino que a veces al seguir esos consejos una persona adopta comportamientos que la ponen en riesgo, como no elegir o abandonar un tratamiento probadamente efectivo”, ejemplificó.

Es interesante como normalmente uno podría pensar que la educación es la clave para sortear esta encrucijada y que una comunidad como la universitaria que alcanza los niveles más altos estaría inmunizada ante esta amenaza. Al respecto Nogués destacó que “aparentemente, cuanto más educados somos, tenemos más recursos cognitivos para resistir la corrección de nuestra idea equivocada. Todas las personas protegemos inconcientemente nuestras ideas del mundo exterior, y tenemos un sesgo de confirmación que nos lleva a aceptar aquello que apoya nuestras posturas y rechazar aquello que la contradice”.

“Por supuesto que la educación es esencial y un derecho para todos. Pero la idea intuitiva de que eso automáticamente nos provee de una especie de coraza contra la desinformación no es cierta. Si consideramos que determinada información es correcta, pero en realidad no lo es, a menos que tomemos recaudos como cualquier otra persona, es muy posible que jamás nos demos cuenta de nuestro error”, destacó.

Y en esta infodemia cada “compartir” cuenta. “Si quien genera una fake news se encontrara con una población que no la dispersa, esa desinformación sería inocua. Si compartimos desinformación, aun si no lo hacemos intencionalmente sino con la mejor voluntad, somos también responsables”, resaltó Nogués.

Para la desinformación no hay vacunas pero no colaborar con la propagación es una acción que está al alcance de todos. Nogués sugiere ir un paso más adelante con el “prebunking”. “En vez de tratar de refutar la información cuando ya llegó, es posible adelantarse y enseñar que la estructura de la desinformación suele repetirse. Este enfoque se está investigando mucho recientemente y sus resultados son muy alentadores”, adelantó.